“Lo cortés no quita lo valiente”. La manera como decimos las cosas puede variar diametralmente y conlleva muchos más mensajes tácitos que explícitos. Cada adjetivo con el que calificamos algo dice mucho más que lo que teóricamente significa.
Pongamos algunos ejemplos. ¿Cómo calificaríamos a una persona que siempre hace lo que se le solicita? Podríamos decir que es “obediente”. Esta palabra nos afirma el hecho, pero también tiene un mensaje tácito: “Es un individuo responsable”. La obediencia se considera una virtud. Sin embargo, de la misma manera sería posible llamarlo “sumiso”, “servil”, “acomodadizo”, con diferentes connotaciones.
Y no cabe duda de que nuestra disposición de ánimo influye mucho en la palabra que escogemos. Yo apostaría a que el jefe de la empresa dice “este empleado es obediente” mientras que sus compañeros lo miran con desprecio y le colocan algún otro adjetivo. Las personas que queremos o admiramos serán con frecuencia calificadas positivamente. Tendremos, por ejemplo, un amigo valiente, intrépido y decidido, y no entenderemos por qué el resto del mundo lo considera imprudente, atolondrado e insensato.
El vendedor es el clásico ejemplo del individuo experto en el uso comercial del lenguaje. Acomodando las palabras puede hacer ver solamente el lado positivo de un producto y minimizar u ocultar sus desventajas. Un departamento estrecho e incómodo se volverá “menudo y acogedor”. Un automóvil viejo se convertirá en un “clásico”. Un perfume horrendo será “varonil”.
Los mismos trucos de palabras que emplea el vendedor para convencer a otras personas pueden ser utilizados por la mente humana para producir lo que en el lenguaje común denominamos “autoengaño”. La construcción de un pensamiento “lógico” en los seres superiores por lo común incluye su traducción a un sistema verbal que permite razonamientos abstractos. Pero eso mismo entraña la posibilidad de “racionalizar” y justificar la satisfacción de impulsos primitivos mediante pretextos verosímiles.
Quizá nosotros mismos elaboremos una autoimagen con la cual nos sintamos cómodos, pero que no se ajuste con precisión a la realidad. Tal vez un chico se considere “idealista, optimista, romántico, imaginativo y soñador” cuando todos los que le rodean no perciban más que un iluso o un insensato. Habría que dilucidar en cada caso quién tiene la razón.
En las campañas políticas el lenguaje lírico puede ser un arma demagógica. De cualquier forma, es necesario un pensamiento más crítico y una psiquis más libre para eludir la influencia del uso tendencioso y parcializado del lenguaje sobre nuestros razonamientos. Aprendamos a llamar “al pan, pan, y al vino, vino” y no disfrazar ni permitir que otros disfracen la realidad para engañarnos.
Creado por: Gloria Toala
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